Desde
que el mundo es mundo y el ser humano es ser humano, incluso antes, todo
nuestro fin, todo lo que hacemos o no hacemos tiene un objetivo último que lo
justifica: terminar el día, o si lo prefieren decir de otro modo: la supervivencia.
Quizá
lo hayamos olvidado en un contexto como el nuestro, en el que vivimos con unos
estándares de seguridad aceptables, con la alimentación asegurada y con unas
relaciones y normas sociales compartidas que en mayor o menor medida nos
permiten confiar en el prójimo o al menos no considerarlo permanentemente una
amenaza, pero si, si nos desplazamos a otros contextos donde estos estándares
no se dan, observamos cómo definitivamente la supervivencia es el objetivo
prioritario para el ser humano; Usted y yo incluidos.
Seguramente,
en zonas en conflicto bélico o con problemas de acceso a la alimentación, las
amenazas a la supervivencia se presenten en forma de bombardeo, guerrillero o
vecino hambriento, pero en nuestro contexto (aparte del terrorismo) la
principal y casi única amenaza para la supervivencia es la enfermedad y las dos
únicas maneras de enfrentarla es haciendo todo lo posible porque no nos afecte
o tratándola cuando aparece.
Desde
que el mundo es mundo y el ser humano es ser humano, incluso antes, tenemos un
mecanismo de regulación de la respuesta ante estímulos externos del que estamos
dotados para mejorar nuestras probabilidades de supervivencia: las emociones.
Quizá la emoción más intensamente relacionada con esta función sea el miedo,
que nos ayuda a huir o luchar, según la circunstancia, frente a las amenazas.
Pocas
cosas movilizan con mayor efectividad la conducta humana que el miedo y por
tanto suscitar el miedo ha sido históricamente una estrategia ampliamente
utilizada para llevar a cabo campañas de reclutamiento -“¡Qué vienen los
rojos!”– o de recaudación –“bula papal”– Aquellos que conseguían inocular el
virus del miedo podían promover una conducta de lucha –alistarse al ejército– o
huida –abonar el diezmo– para evitar los rigores de la política o el infierno.
El
paso de los siglos trajo consigo una mejora del bienestar de una gran parte de
la población y con ello el aumento de las necesidades. Un gran número de seres
humanos capaces de emocionarse y por tanto de sentir miedo se convirtieron en
una población consumidora al tiempo que el número de productos y su
sofisticación saturaba el mercado. La única forma de ganar cuota era siendo más
o siendo mejor que los competidores, y en esta carrera la suma de argumentos era
una estrategia aceptada para posicionar los diferentes artículos, que eran,
además, un símbolo de progreso.
De
este modo, y cuando las necesidades más básicas ya se encontraban sobradamente
cubiertas (seguridad, alimentación…) la Salud se convirtió, además de en un
objetivo inherente a la condición humana, en un bien de consumo y un inequívoco
síntoma de progreso, de manera que el miedo a perderla suponía, al igual que en
épocas pasadas el miedo al enemigo o al infierno, un importante movilizador
para poner en marcha estrategias conductuales de los consumidores, entre otras,
la compra de los productos asociados a ella.
Aun
hoy podemos ver cómo numerosos productos de consumo cotidiano se promocionan
como agentes de salud, o bien incluyen entre sus atributos la mejora del estado
de salud en uno o varios aspectos particulares. Mediante la adquisición de
algunos productos de uso diario nos aseguran que podemos mejorar nuestro
tránsito intestinal, aumentar el nivel de nuestras defensas, evitar problemas
bucodentales e incluso mejorar nuestro estado de ánimo. Igualmente, es habitual
la publicación de noticias que desmienten o descartan efectos perjudiciales de
diferentes productos como la cerveza o el vino.
Ante
la información que diariamente nos llega a través de la publicidad, la web, las
redes sociales o los medios de información, cabe preguntarnos ¿qué evidencia
soporta las afirmaciones de “saludable” de los diferentes productos? ¿Existe
conflicto de interés en las investigaciones que aseguran la inocuidad o beneficios
del consumo de determinados productos? ¿Quién controla que la información
relativa a los efectos sobre la salud de los productos publicitados es cierta?.
Sin
duda la relación entre comunicación y salud es un tema apasionante que da lugar
a numerosos debates técnicos, políticos y éticos y que tendremos posibilidad de
compartir en la Jornada “Comunicación y Salud” que tendrá lugar en Segovia el
próximo día 13 de abril y organizada por la muy SALUDABLE Asociación Andrés
Laguna.
Joaquín de Blas Bernardos.
Psicólogo
Asociación andrés Laguna para la Promoción de las Ciencias de la Salud
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